Plainfield, Wisconsin. Un pueblo tan pequeño que todos se conocían por nombre. Allí vivía Edward Theodore Gein, un hombre reservado, de mirada perdida y modales suaves.
Era el tipo de vecino que saludaba con timidez en la calle y ayudaba con pequeñas reparaciones.
Nadie —absolutamente nadie— imaginaba que detrás de su sonrisa torpe y su granja silenciosa, se ocultaba una de las mentes más enfermizas de la historia criminal de Estados Unidos.
Tras la muerte de su madre Augusta, la única figura que dominó su vida, Ed Gein se quebró.
Ella era su mundo, su fe y su miedo. Cuando ella murió en 1945, algo dentro de él se apagó… y algo más oscuro despertó.
La soledad se convirtió en su obsesión.
Y las noches en Plainfield comenzaron a llenarse de un silencio demasiado espeso.
El descenso a la oscuridad
Gein empezó a visitar los cementerios locales.
De noche, armado con una pala y una linterna, desenterraba cuerpos de mujeres recién fallecidas.
Buscaba las que se parecían a su madre.
Las llevaba a su casa, diseccionaba los cuerpos, y con los restos trataba de “reconstruirla”.
No soportaba la idea de que ella lo hubiera abandonado.
Así que, a su manera, trató de traerla de vuelta.
En su casa, comenzó a fabricar lo que él consideraba “recuerdos”: lámparas con piel humana, sillas tapizadas con carne, tazas hechas de cráneos y máscaras confeccionadas con rostros humanos.
El descubrimiento que heló la sangre del mundo
El 16 de noviembre de 1957, la dueña de una ferretería local, Bernice Worden, desapareció.
La policía halló en la tienda un recibo con el nombre de Ed Gein.
Al registrar su granja, los oficiales pensaban que encontrarían un cuerpo… pero lo que vieron dentro de aquella casa superó cualquier pesadilla.
Había una caja llena de narices, una papelera hecha de carne, una pantalla de lámpara confeccionada con piel humana, y una máscara colgando de la pared hecha con un rostro arrancado.
En el cobertizo, el cuerpo de Bernice Worden estaba colgado boca abajo, decapitado y destripado como un animal de caza.
Algunos agentes nunca pudieron volver a trabajar después de esa escena.
Uno de ellos dijo: “Era como si hubiéramos entrado a un infierno hecho a mano.”
El monstruo detrás del mito
A Gein solo se le pudieron comprobar dos asesinatos: el de Mary Hogan, una tabernera desaparecida en 1954, y el de Bernice Worden.
Pero los objetos hallados en su casa demostraron que su locura iba mucho más allá.
Durante los interrogatorios, confesó que quería hacerse un “traje de mujer” con piel humana para poder “convertirse en su madre”.
Esa confesión inspiraría décadas más tarde a los villanos más aterradores del cine:
- Norman Bates en Psicosis,
- Leatherface en La Masacre de Texas,
- y Buffalo Bill en El Silencio de los Inocentes.
La diferencia es que Gein no era una invención.
Era real.
Y su casa, un museo del horror construido con las manos de un hombre consumido por la locura y el duelo.
La vida (y muerte) del verdadero monstruo
Fue declarado legalmente insano y enviado al hospital psiquiátrico de Mendota, donde pasó el resto de su vida.
Los doctores lo describían como un paciente dócil, casi infantil.
Nunca mostró remordimiento, ni comprendió el impacto de lo que había hecho.
Murió en 1984, a los 77 años, dejando atrás una leyenda tan macabra que su nombre se convirtió en sinónimo de terror.
Su tumba, irónicamente, también fue profanada por curiosos.
Y su casa —esa granja del horror— fue demolida en 1958, pero el mito nunca desapareció.
Hoy, su historia regresa al centro de la cultura popular con la serie “Monster: The Story of Ed Gein” en Netflix, creada por Ryan Murphy.
El mismo universo que retrató la vida de Jeffrey Dahmer y los hermanos Menéndez, ahora se adentra en la mente del hombre que inspiró a los monstruos del cine.
Cuando la realidad supera a la ficción
Cada detalle de esta historia nos recuerda que el terror más profundo no siempre viene de fantasmas o demonios.
A veces, el verdadero miedo nace en la mente humana.
Ed Gein no fue un asesino serial en el sentido clásico.
Fue un reflejo distorsionado de la soledad, la represión y la obsesión llevadas al extremo.
Su granja se convirtió en el espejo del horror: un lugar donde la muerte se transformó en arte macabro, y la cordura se desintegró entre los restos del pasado.
El “Carnicero de Plainfield” sigue vivo, no en cuerpo, sino en cada historia que intenta explicar lo inexplicable.
Porque, al final, el miedo más grande no es lo que Ed Gein hizo…
sino pensar en cuántos más podrían parecerse a él sin que nadie lo note.
